Me llegó un mensaje: “¿Te gustaría trabajar en el Centro Cultural Museo y Memoria de Neltume?”
Llevaba diez años trabajando en educación, en un liceo de Carahue. Tomar este nuevo desafío implicaba muchas cosas. Una de ellas era dejar a todos mis amigos y amigas en la ciudad de los tres pisos, de las papas y los trenes. Pero lo más complejo sería asumir toda la carga simbólica, política y de memoria que conlleva este rol.
En particular, significaba reencontrarme con tantas historias de familias de Neltume, de quienes están y de quienes ya no están. También tendría que enfrentar los cuestionamientos —y hasta las recriminaciones en silencio— que surgen del prejuicio que aún persiste en mi querido Neltume hacia este espacio.
Sin embargo, mi convicción —desde mi formación, en particular la teología de la liberación, la doctrina social de la Iglesia y la psicología— sobre la importancia de la memoria y la reparación para construir un mundo mejor donde vivir, fue más fuerte. Por eso decidí quedarme en mi amado Neltume.
Y es así que, en estos meses, he aprendido más de lo que he entregado.
En este nuevo espacio y tiempo de mi existencia he comenzado a reparar mis heridas, mis miedos y a exulsar tantos demonios que acechan día a día mi vida.