Comentario Evangelio

Jn 1,35-42
Siguieron al Cordero de Dios

El Evangelio de este domingo nos relata la vocación de los primeros tres discípulos de Jesús, incluido el mismo Simón Pedro. Es evidente la insistencia del Evangelio en la intervención de Juan el Bautista. Él fue verdaderamente el Precursor de Cristo, el más semejante a Jesús de todos los personajes bíblicos. Juan es el único a quien se hace esta pregunta: «¿Eres tú el Cristo?» (Jn 1,20; cf. Lc 3,15); Juan es el único de quien es necesario aclarar: «No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz» (Jn 1,8). Su testimonio debió ser impresionante, pues el Evangelio agrega: «Para que todos creyeran por él» (Jn 1,7). 

Todos nosotros creemos por el testimonio de los apóstoles que nos transmitieron los dichos y hechos de Jesús, como lo declara el IV Evangelio: «Estas (señales que hizo Jesús) han sido escritas para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre» (Jn 20,31). Pero, a su vez, los apóstoles creyeron por el testimonio de Juan, de manera que también es verdad que «todos hemos creído por él».

¿Cómo fue ese testimonio? El día anterior al episodio que leemos este domingo, indicando a Jesús, «Juan dio testimonio diciendo: “He visto el Espíritu que bajaba como una paloma y se quedaba sobre él... doy testimonio de que este es el Elegido de Dios”» (Jn 1,32.34). Pero este testimonio no había motivado el seguimiento de Jesús por parte de los primeros discípulos. ¿Quién puede pretender seguir al «Elegido de Dios (otros manuscritos dicen “Hijo de Dios”)»? 

El Evangelio de hoy continúa: «Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: “He ahí el Cordero de Dios”». Este testimonio sí que motivó el seguimiento de los primeros discípulos de Jesús: «Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús». El nombre «Cordero de Dios» destaca la condición humana de Jesús, la única que lo hace susceptible de ser ofrecido en sacrificio para «quitar el pecado del mundo». En esta condición él llama a ser seguido por sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí  mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8,34). La cruz es el lugar donde el Cordero de Dios fue ofrecido en sacrificio. Tal vez nunca expresó San Pablo más claramente su condición de discípulo de Cristo que cuando escribió: «Estoy crucificado con Cristo» (Gal 2,19).

El Evangelio repite la relación entre esta declaración de Juan y el seguimiento de Jesús: «Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús». Si éstos, oyendo a Juan, siguieron a Jesús, en adelante, el seguimiento será oyendolos a ellos: «Andrés se encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías” - que quiere decir, Cristo. Y lo llevó a Jesús».

Así entendemos mejor el significado de las palabras que pronuncia el sacerdote en la Eucaristía mientras muestra el Cuerpo y la Sangre de Cristo ofrecidos en sacrificio sobre el altar: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Es un llamado a seguirlo. Oyendo estas palabras todos debemos seguir a Jesús ofreciendonos al Padre en sacrificio junto con él. A esto se refiere San Pablo cuando escribe a los cristianos de Roma: «Los exhorto, hermanos, por la misericordia  de Dios, a que ofrezcan sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto espiritual» (Rom 12,1). Este llamado es diametralmente opuesto al del ambiente de la «farándula» con que nos martillea el mundo de hoy. El destino es también diametralmente opuesto, pues –afirma Jesús- «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35).

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